domingo, 16 de febrero de 2003

EL COLOR DE CHICHI

 

Chichicastenango estaba a 2.030 metros de altitud, rodeado de montañas y valles, y se notaba el ambiente fresco. Era conocido como Chichi y tenía importancia cultural por ser el lugar donde se encontró el Popol vuh, libro religioso maya quiché que narra el origen de la humanidad. 

En la plaza estaba la Iglesia de Santo Tomás, de un blanco inmaculado con una escalinata semicircular. En la Capilla del Calvario vimos como un hombre mayor hacía sus ofrendas. Llevaba una bolsa con velas, pétalos de rosas y licor. Encendió las velas y las colocó en las losas de mármol del pasillo central e la iglesia. Luego echó por encima unos pétalos y derramó el licor, mientras rezaba.




Las mujeres llevaban largas trenzas de pelo negro lustroso y vestían ropas coloridas. Muchas llevaban a sus hijos a la espalda, atados con pañuelos. 

El domingo era el día de mercado y había mucho ambiente. La plaza estaba ocupada por tenderetes hechos con palos y plástico negro a modo de toldo. La mayoría de los puestos eran de artesanía, sobre todo de tejidos y máscaras tradicionales, con las que se celebraban ceremonias mayas antiguas. 

En los porches de la plaza había otro mercado de dos plantas con un patio interior cubierto, que quedaba a resguardo del viento, el sol y el frío. El mercado era de frutas y hortalizas. Destacaba el rojo de los tomates, los rábanos lilas, el naranja de las zanahorias y el blanco de coles y cebolletas. Hicimos fotos desde la planta superior.



También había puestos de comida con ollas y cacerolas que calentaban al fuego de carbón. Vimos como elaboraban tortitas de maíz. Vendían piedras de yeso grandes, que utilizaban para ablandar el maíz. Los puestos ofrecían “antojitos” y comimos chicharrones, torta de maíz con guacamole y verduras, fríjoles, pollo frito, pastel de piña y papas. 


Nos sentamos en las escaleras de la iglesia y nos envolvió el humo de los sahumerios, que esparcían el agradaba olor del incienso de estoraque. Utilizaban una lata con agujeros, a modo de botafumeiro. Las escaleras estaban repletas de gente, y a nuestros pies estaban las floristas.




Nos alojamos en el Hotel El Arco, que tenía mucho encanto. Dos plantas con un patio con macetas y plantas. La habitación era enorme, con vigas de madera oscura y chimenea. Las lámparas eran muy originales, con tallas de madera representando animales, pintadas de colores.

Por la mañana hicimos una excursión al santuario de San Pascual Abaj. Nos acompañó Tomasa, una guía turística oficial que nos abordó en las escaleras de la Iglesia, mostrándonos sus credenciales. Hablaba cuatro idiomas: quiché, castellano, inglés y alemán. Tomasa tenía 25 años y vestía la indumentaria típica de colores, con un pañuelo atado a la espalda donde llevaba a su hijo de 8 meses, que parecía un muñeco con su gorro picudo azul. 

Tomasa nos llevó por un camino empinado hasta la cima de la colina. Pascual Abaj significaba “piedra del sacrificio”, y el santuario estaba dedicado al dios maya de la tierra, la fertilidad y la lluvia, un ídolo con cara de piedra que tenía cientos de años. El santuario era un túmulo de piedras con dos cruces. La piedra más cilíndrica tenía una cara en la parte superior, bastante desdibujada. 

Una mujer chamán quemaba incienso y hacía ofrendas. Las familias pagaban al chamán para que hiciera las ofrendas en su nombre, pidiendo salud, buena suerte para un negocio, amor para que funcionara una pareja o fertilidad. Las ofrendas eran velas, pétalos de flores, cigarrillos y chorritos de alcohol para los dioses. Contemplamos aquel ritual maya pagano, una ceremonia ancestral. 


Viaje y fotos realizados en 2003

jueves, 13 de febrero de 2003

EL LAGO ATITLÁN


 

Desde Antigua fuimos a Panajachel, abreviado Pana, en uno de los coloridos autobuses locales. Fue un trayecto de dos horas y media. En Pana cogimos un barco hasta Santiago de Atitlán, un trayecto de una hora. La superficie del lago tenía color azul intenso. Estaba rodeado de volcanes y montañas picudas. El mismo lago estaba en el interior de un cráter volcánico. Atitlán significaba “lugar de muchas aguas” o “el cerro circunvalado de agua”.

El pequeño pueblo de Santiago de Atitlán estaba entre los volcanes Tolimán y San Pedro. Lo más bonito era su entorno. Nos gustaban los embarcaderos de troncos de madera, entre cañas y juncos. En la plaza central había una blanca iglesia del s. XVI, frente al volcán. En los muros de la iglesia una losa de mármol recordaba que había sufrido los efectos devastadores de terremotos varias veces.

En la misma iglesia otra losa de mármol recordaba a los mártires de Santiago de Atitlán, que sufrieron la violencia causada por los 30 años de guerra civil en Guatemala, entre los años 1966 y 1998. Entre los mártires estaba el Padre Stanley Aple’s Rother, asesinado por la ultraderecha y muy querido por el pueblo.

En Santiago de Atitlán adoraban a Maximón, una deidad local mezcla de los dioses mayas antiguos, el conquistador Pedro de Alvarado y el bíblico Judas. Una extraña mezcla. La deidad residía en una casa diferente cada año, lo que resultaba un honor para el dueño, hasta el momento de la procesión. Entramos en una habitación en semioscuridad, iluminada por muchas velas a los pies de la figura del dios. La cara era de madera tallada, con sombrero, ropas y pañuelos superpuestos, y un cigarrillo encendido en la boca. Había tres hombres alrededor, encargados de hacerle las ofrendas de velas, cerveza y ron. Una curiosa ceremonia.


Nos alojamos en la fantástica Posada de Santiago, frente al lago y con vistas del volcán. Sus cabañas eran de piedra y madera. La nuestra tenía grandes ventanales, una chimenea central y una claraboya con un diván, ideal para tumbarse a leer. Por la noche encendimos la chimenea de leña y contemplamos el fuego hasta que se apagaron los rescoldos.


Al día siguiente cogimos la lancha pública a San Pedro de la Laguna por 10 quetzales (1,2 euros). Nos pusimos en la cubierta superior a tomar el sol. Paseamos por el pueblo de calles empinadas. Curioseamos su mercado, donde tomamos zumos de piña y naranja, y por la Iglesia blanca. 

Luego cogimos otra lancha de San Pedro de la Laguna hasta San Marcos, un trayecto corto de quince minutos. Soplaba el viento que formaba olas en el lago. El paisaje era impresionante, con la silueta de los volcanes de fondo.

San Marcos era diminuto. Nos alojamos en el Hotel Jinava, con cabañas entre jardines con helechos, palmeras y buganvillas, en la ladera de la montaña. Las vistas desde San Marcos eran preciosas y se distinguían tres volcanes. Bajamos por las escaleritas de piedra del hotel hasta la orilla del lago. Había varios embarcaderos de troncos. Nos bañamos junto a uno, el agua estaba fría, pero el sol te calentaba rápido. De día hacía calor y por la noche refrescaba, la temperatura descendía a 10º, era el clima del altiplano.

Al atardecer, en la puesta de sol, los embarcaderos entre cañas y juncos, se veían preciosos. Eran pasarelas con troncos verticales, que invitaban a sentarse apoyando la espalda, para sentir los últimos rayos de sol. El sol se ocultaba por detrás de los volcanes.











Viaje y fotos realizados en 2003

miércoles, 12 de febrero de 2003

LOS VOLCANES DORMIDOS DE GUATEMALA




Guatemala es un país de volcanes. La bella ciudad de Antigua está rodeada de tres impresionantes volcanes: Agua, Fuego y Acatenango. El volcán Fuego se reconoce por su perenne penacho de humo.

Y la población de Santiago de Atitlán, al sur del lago del mismo nombre, está entre los volcanes Tolimán y San Pedro. El mismo lago de Atitlán, de superficie azul turquesa, está en el interior de un cono volcánico. Nos gustó la plaza central de Santiago, con su blanca iglesia frente al volcán, su enemigo. Cada vez que los fieles bajaban la escalinata semicircular de piedra, veían la imagen amenazadora del volcán dormido.




Nos alojamos en una posada con cabañas de piedra y madera con vistas al lago. La cena fue espléndida: lomitos asados al punto con papas y verduritas y bandeja de bocas con fríjoles, guacamoles, nachos de maiz y pan de ajo. Los dueños de la posada se acercaron a hablar con nosotros. Les preguntamos cómo vivieron la guerra civil, y contestaron que fueron tiempos difíciles. Ellos sobrevivieron alojando periodistas, escritores, miembros de organizaciones humanitarias y misioneros evangelistas.

La guerra civil guatemalteca tuvo lugar durante 36 años (!), de 1960 a 1996, y fue especialmente cruel y violenta con los indígenas, con los que se cometió un auténtico Genocidio. Lo describe Rigoberta Menchú, premio Nobel de la Paz, en su libro "Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia". Una lectura sobrecogedora. Formó parte de nuestro equipaje literario del viaje. Y comprobamos que la fuerza destructora de los volcanes, no es nada comparada con la fuerza destructora del hombre con sus semejantes. El hombre siempre será un lobo para el hombre. 
 
 Viaje y fotos realizados en 2003

martes, 11 de febrero de 2003

EL ENCANTO DE ANTIGUA

 

Empezamos el viaje por Guatemala en Antigua, y nos enamoró. Era una ciudad con casas coloniales de planta baja, con techos de tejas rojas, portones de madera y ventanas enrejadas. Las casas estaban pintadas de colores alegres: amarillo, naranja, rojo terracota, verde manzana, azul, ocres…todas las tonalidades del arco iris. Eran edificios coloniales españoles de los s. XVIII y XIX, que habían resistido los sucesivos terremotos, el último en 1976. Declarada Patrimonio de la Humanidad.

La cuadrícula de la ciudad se extendía a los pies de los volcanes. Nuestro hotel estaba situado en la 4ª Avenida Norte, la calle del arco. Y al final se distinguía la silueta del cono del volcán Agua, de forma totalmente triangular. Cercanos estaban los volcanes Fuego y Acatenango. El volcán Fuego se distinguía por su perenne penacho de humo.


El Arco de Santa Catalina, con una torre con reloj, nos dio la bienvenida. Estaba junto al Convento de Santa Catalina, donde celebramos el cumpleaños de Javier. El antiguo convento tenía las habitaciones alrededor del claustro, con techos altos de vigas de madera, arcones y chimenea. 

Las calles adoquinadas tenían poco tráfico de coches. A menudo caminábamos por en medio de la calzada, para tener mejor perspectiva de las fachadas. Pasamos por el Parque Central, la plaza punto de reunión, llena de grandes árboles que ofrecían su sombra ante el fuerte sol. 



Bajo unos arcos amarillos estaban los antiguos lavaderos públicos. Dos mujeres lavaban la ropa en las piletas de piedra, con un niño a su lado, como en tiempos antiguos. La madre tenía 18 años y el niño un añito. Desde los lavaderos podían verse los tres volcanes Fuego, Agua y Acatenango. El volcán Fuego escupía su penacho de humo gris como a borbotones. Según soplara el viento, el penacho se elevaba como una seta atómica, o se disolvía tras la silueta del volcán. Lo contemplamos bastante rato desde la plaza y desde la terraza alta de un bar, mientras tomábamos licuados de piña y cerveza Gallo.

Durante todo el día estuvimos entrando en preciosos patios ajardinados, de hoteles o galerías de arte. Antigua estaba llena de galerías que exponían cuadros, objetos de arte instrumento o muebles antiguos. Los jardines solían tener alguna fuente de piedra y estaban repletos de helechos colgantes, plantas de hojas gigantescas, buganvillas y otras flores. Eran rincones encantadores, para sentarse bajo los porches y dedicarse a leer charlar, tomar algo, descansar o simplemente mirar. Y todo eso hicimos. 



Vimos los patios de la Casa Azul, The Cloister, la Posada don Rodrigo, la Posada San Pedro, el hotel y restaurante Mesón Panza Verde y otros más. Era una concentración de rincones y hoteles con encanto. Paramos en el patio del Café Condesa, que estaba al fondo de una librería que había que atravesar para acceder al café. Picamos guacamole con pan de ajo tostado y pastel de nueces de macadamia con limonada. Riquísimo. En aquel patio de helechos colgantes y buganvillas aproveché para escribir el diario del viaje. Era un rincón delicioso para dejar pasar el tiempo.




A un lado de la plaza estaba la Catedral de Santiago, la primera que visitamos. Era de 1542, pero quedó destruida tras el terremoto de 1773 y fue reconstruida. El interior resultaba sencillo, con las paredes blancas. Unas cuantas mujeres indígenas rezaban arrodilladas en los bancos. Llevaban los trajes tradicionales de gran colorido y largas trenzas negras. 

La Iglesia de la Merced pintada de amarillo y blanco, nos gustó más. Desde su azotea se tenía una panorámica de Antigua y sus tejadillos.

Por la tarde visitamos la Casa Popenoe, un antiguo Palacio del s. XVII. Era una mansión reconstruida, con el estilo mobiliario de aquellos tiempos. Era propiedad de una familia que la abría al público durante dos horas diarias. Lo que más nos gustó fue la cocina, con sus utensilios de cobre y recipientes de cerámica colorida. Agrupados en estantería, y el baño con una bañera de piedra y cerámica al nivel del suelo. Un auténtico lujo y un privilegio, sobre todo para aquella época.

En el Palacio del Ayuntamiento, porticado, visitamos el Museo de Santiago. Tenía una colección de muebles coloniales, armas y herramientas. Junto a él estaba el Museo del Libro Antiguo. Y en la misma plaza estaba el Palacio de los Capitanes del s. XVI, que había sido sede del gobierno. 


Curioseamos el mercado muy colorido, no solo por las mercancías, sino por la indumentaria de las vendedoras. Ofrecían todo tipo de frutas, verduras, pescado y pirámides de gambas rosadas, carne, textiles y artesanía.







Cerca de allí estaba la estación de autobuses. Los autobuses estaban pintados de colores rojos, naranjas, verdes, azules. En el frontal indicaban el punto de origen y el destino. Estaban decorados, aunque no tanto como los autobuses pakistaníes.


Paseando llegamos al tranquilo cementerio. Las tumbas eran mausoleos blancos, rodeados de setos verdes que formaban avenidas. Estábamos totalmente solos, luego leímos en la guía que el lugar era peligrosos porque los ladrones solían merodear por allí, pero no tuvimos ningún problema.



Había numerosas academias de español, nos dijeron que más de veinte. Eran casas con aulas al aire libre, en los patios interiores con jardines. Preciosos lugares para aprender un idioma. La ciudad de Antigua, su arquitectura, sus rincones y sus gentes tenían mucho encanto. 


Para cenar nos costó decidirnos por un restaurante porque todos eran preciosos y apetecibles. Finalmente optamos por La escudilla, con mesas iluminadas por velas, alrededor de un patio. Tomamos caldo real (sopa de pollo con mucha verdura) y el plato regional compuesto por guacamole, fríjoles, queso, pollo con hierbas y especias y banana frita, acompañado con la cerveza local Gallo. Pasamos dos días fantásticos en, Antigua una ciudad con historia, encanto y atractivos.





Viaje y fotos realizados en 2003