martes, 11 de febrero de 2003

EL ENCANTO DE ANTIGUA

 

Empezamos el viaje por Guatemala en Antigua, y nos enamoró. Era una ciudad con casas coloniales de planta baja, con techos de tejas rojas, portones de madera y ventanas enrejadas. Las casas estaban pintadas de colores alegres: amarillo, naranja, rojo terracota, verde manzana, azul, ocres…todas las tonalidades del arco iris. Eran edificios coloniales españoles de los s. XVIII y XIX, que habían resistido los sucesivos terremotos, el último en 1976. Declarada Patrimonio de la Humanidad.

La cuadrícula de la ciudad se extendía a los pies de los volcanes. Nuestro hotel estaba situado en la 4ª Avenida Norte, la calle del arco. Y al final se distinguía la silueta del cono del volcán Agua, de forma totalmente triangular. Cercanos estaban los volcanes Fuego y Acatenango. El volcán Fuego se distinguía por su perenne penacho de humo.


El Arco de Santa Catalina, con una torre con reloj, nos dio la bienvenida. Estaba junto al Convento de Santa Catalina, donde celebramos el cumpleaños de Javier. El antiguo convento tenía las habitaciones alrededor del claustro, con techos altos de vigas de madera, arcones y chimenea. 

Las calles adoquinadas tenían poco tráfico de coches. A menudo caminábamos por en medio de la calzada, para tener mejor perspectiva de las fachadas. Pasamos por el Parque Central, la plaza punto de reunión, llena de grandes árboles que ofrecían su sombra ante el fuerte sol. 



Bajo unos arcos amarillos estaban los antiguos lavaderos públicos. Dos mujeres lavaban la ropa en las piletas de piedra, con un niño a su lado, como en tiempos antiguos. La madre tenía 18 años y el niño un añito. Desde los lavaderos podían verse los tres volcanes Fuego, Agua y Acatenango. El volcán Fuego escupía su penacho de humo gris como a borbotones. Según soplara el viento, el penacho se elevaba como una seta atómica, o se disolvía tras la silueta del volcán. Lo contemplamos bastante rato desde la plaza y desde la terraza alta de un bar, mientras tomábamos licuados de piña y cerveza Gallo.

Durante todo el día estuvimos entrando en preciosos patios ajardinados, de hoteles o galerías de arte. Antigua estaba llena de galerías que exponían cuadros, objetos de arte instrumento o muebles antiguos. Los jardines solían tener alguna fuente de piedra y estaban repletos de helechos colgantes, plantas de hojas gigantescas, buganvillas y otras flores. Eran rincones encantadores, para sentarse bajo los porches y dedicarse a leer charlar, tomar algo, descansar o simplemente mirar. Y todo eso hicimos. 



Vimos los patios de la Casa Azul, The Cloister, la Posada don Rodrigo, la Posada San Pedro, el hotel y restaurante Mesón Panza Verde y otros más. Era una concentración de rincones y hoteles con encanto. Paramos en el patio del Café Condesa, que estaba al fondo de una librería que había que atravesar para acceder al café. Picamos guacamole con pan de ajo tostado y pastel de nueces de macadamia con limonada. Riquísimo. En aquel patio de helechos colgantes y buganvillas aproveché para escribir el diario del viaje. Era un rincón delicioso para dejar pasar el tiempo.




A un lado de la plaza estaba la Catedral de Santiago, la primera que visitamos. Era de 1542, pero quedó destruida tras el terremoto de 1773 y fue reconstruida. El interior resultaba sencillo, con las paredes blancas. Unas cuantas mujeres indígenas rezaban arrodilladas en los bancos. Llevaban los trajes tradicionales de gran colorido y largas trenzas negras. 

La Iglesia de la Merced pintada de amarillo y blanco, nos gustó más. Desde su azotea se tenía una panorámica de Antigua y sus tejadillos.

Por la tarde visitamos la Casa Popenoe, un antiguo Palacio del s. XVII. Era una mansión reconstruida, con el estilo mobiliario de aquellos tiempos. Era propiedad de una familia que la abría al público durante dos horas diarias. Lo que más nos gustó fue la cocina, con sus utensilios de cobre y recipientes de cerámica colorida. Agrupados en estantería, y el baño con una bañera de piedra y cerámica al nivel del suelo. Un auténtico lujo y un privilegio, sobre todo para aquella época.

En el Palacio del Ayuntamiento, porticado, visitamos el Museo de Santiago. Tenía una colección de muebles coloniales, armas y herramientas. Junto a él estaba el Museo del Libro Antiguo. Y en la misma plaza estaba el Palacio de los Capitanes del s. XVI, que había sido sede del gobierno. 


Curioseamos el mercado muy colorido, no solo por las mercancías, sino por la indumentaria de las vendedoras. Ofrecían todo tipo de frutas, verduras, pescado y pirámides de gambas rosadas, carne, textiles y artesanía.







Cerca de allí estaba la estación de autobuses. Los autobuses estaban pintados de colores rojos, naranjas, verdes, azules. En el frontal indicaban el punto de origen y el destino. Estaban decorados, aunque no tanto como los autobuses pakistaníes.


Paseando llegamos al tranquilo cementerio. Las tumbas eran mausoleos blancos, rodeados de setos verdes que formaban avenidas. Estábamos totalmente solos, luego leímos en la guía que el lugar era peligrosos porque los ladrones solían merodear por allí, pero no tuvimos ningún problema.



Había numerosas academias de español, nos dijeron que más de veinte. Eran casas con aulas al aire libre, en los patios interiores con jardines. Preciosos lugares para aprender un idioma. La ciudad de Antigua, su arquitectura, sus rincones y sus gentes tenían mucho encanto. 


Para cenar nos costó decidirnos por un restaurante porque todos eran preciosos y apetecibles. Finalmente optamos por La escudilla, con mesas iluminadas por velas, alrededor de un patio. Tomamos caldo real (sopa de pollo con mucha verdura) y el plato regional compuesto por guacamole, fríjoles, queso, pollo con hierbas y especias y banana frita, acompañado con la cerveza local Gallo. Pasamos dos días fantásticos en, Antigua una ciudad con historia, encanto y atractivos.





Viaje y fotos realizados en 2003

lunes, 10 de febrero de 2003

HUIPILES Y PANZAS VERDES



Las mujeres guatemaltecas tradicionales llevan faldas largas, de colores o negras con rayas, con un fajín en la cintura y los blusones que llaman huipiles. Los huipiles llevan bordados que varían según la población. Son un distintivo y seña de identidad. Algunas mujeres también levaban un tocado enrollado en la cabeza, a modo de turbante.

Fuimos caminando por una carretera de montaña con vistas al lago Atitlán, hasta llegar a Santa Catarina de Palopó. El pueblo estaba escalonado en una colina y era muy tranquilo. Las mujeres llevaban huipiles en los que predominaba el color azul eléctrico de fondo. Vimos varias mujeres tejiendo telas. Jugamos con los patojos, el apelativo cariñoso de los niños, y pregunté a las tejedoras cuánto tardaban en elaborar una tela. Las de más trabajo por el dibujo se hacían en dos meses, y las más sencillas en tres semanas.




Recordé una frase del libro de Rigoberta Menchú: "La mamá nunca se queda sentada en casa sin hacer nada. La mamá siempre está en constante oficio y si no tiene qué hacer tiene su tejido y si no tiene tejido, tiene otra cosa que hacer.” La vida misma.

Comimos pescado del lago, acompañado de guacamole. El guacamole era muy popular en el país hasta el punto de que los antigüeños se conocían por el apodo de "panzas verdes". Se llamaron así durante generaciones porque en tiempos difíciles durante la colonia, los terremotos y los desastres naturales se alimentaron básicamente de aguacates. Ser Panza Verde se transformó con el tiempo en señal de orgullo y de identidad. Como los huipiles. Y en estos tiempos de globalización, creo que siempre es bueno conservar, o por lo menos recordar, las señas de identidad.

 
Viaje y fotos realizados en 2003

domingo, 9 de febrero de 2003

LA CANTINA DONDE LLORAN LOS VALIENTES



En Guatemala llaman a los niños patojos o patojitos. Y sus patojos son preciosos. El cerdo es el coche, y el coche es el carro. En la carretera se veían carteles avisando “No maltrate las señales”. En Chichicastenango, que abrevian como Chichi, encontré una cantina con este rótulo: “La cantina donde lloran los valientes”. Un nombre que parece sacado de la novela “Bajo el volcán” de Malcom Lowry.
 
No fue allí, sino en otra fonda de Antigua, donde encontré estas frases que leí mientras disfrutaba de una cerveza Gallo bien fría, acompañada de guacamole. Una muestra del ingenio y la picardía popular. Las copié en mi cuaderno de viaje, y os las ofrezco aquí, para tomarlas acompañadas de una cerveza y un aperitivo en este domingo.

- Como me gusta la sopa cuando la gallina es gorda, pero más me gusta la cocinera  cuando la patrona  es sorda.

- El que enviuda y se vuelve a casar, algo le debe al diablo y se lo quiere pagar.

- La que quiera marido sin defectos, que no se case.

- No tengas trato con parientes ni deudas con ausentes.

- Si honradez y educación te suenan a magia o arte, levanta el vuelo gorrón y anda a piar a otra parte.

- Para que comprar la vaca si puedes ordeñar a través del cerco.

- Si el amor es ciego, el matrimonio se encarga de abrir los ojos.

- Para triunfar no hay que caminar.., hay que correr.

Guatemala es un país de mucho colorido, hasta las tumbas de los cementerios están pintadas de vivos colores, y en la entrada al cementerio te recibe una frase “Al pasar esta puerta se cancelan los odios y se olvidan los rencores”. Los muertos tal vez sí, pero los vivos tienen mucho que recordar en ese país. Aunque siempre es mejor mirar al futuro.

  
Viaje y fotos realizados en 2003

jueves, 31 de octubre de 2002

BAHÍA Y PELOURINHO



Nos enamoramos de Salvador de Bahía, la ciudad que abreviaban Bahía, en la costa atlántica de Brasil. Fue capital desde 1549 a 1763, y el centro de la industria azucarera. Estaba dividida por un risco en la Cidade Alta y Cidade Baixa. El Elevador Lacerda conectaba la Cidade Alta con la Baixa, donde estaba el puerto. A nosotros nos interesaba más la Cidade Alta, donde estaba la zona histórica, con los barrios coloniales de Terreiro de Jesús, Pelourinho y Anchieta. 

Las calles del Pelourinho y todo el centro histórico de Salvador de Bahía estaban adoquinadas, repletas de iglesias y casas del s. XVIIcon fachadas pintadas de color azul, verde, amarillo o granate, tenían poco tráfico y eran agradables para pasear. Las ventanas de las casas eran arqueadas y con adornos de escayola

 


En cada esquina encontraban una iglesia antigua, más o menos restaurada. Visitamos la Catedral, la Iglesia de San Francisco y la de Nuestra Señora del Rosario. En el claustro de una de ellas había unos azulejos con motivos religiosos muy bien conservados. 

Nos alojamos en el Hotel Pelourinho, una antigua mansión de techos altos, con fachada pintada de verde manzana y blanco y habitación con vistas al mar. El hotel, según decían, fue el escenario de la novela “Suor”, de Jorge Amado. En la ciudad se notaba la influencia africana. Vimos el Poste del Pelourinho, el poste de azotes y castigo de los esclavos.





Había mujeres vestidas con el típico traje bahiano, con influencia africana:  tocados en la cabeza, blusas blancas con calados y amplios faldones con vuelo, combinados con telas coloridas. Algunas de estas mujeres eran chicas jóvenes muy guapas, que servían de reclamo ante algunas tiendas. Otras eran mujeres gruesas y mayores, que tenían puestos de venta ambulante. Todas adornaban las calles de Salvador de Bahía. 

Visitamos el Museo de la Ciudad en el Largo de Pelourinho. Tenía una colección de muñecas bahianas, que reproducían los trajes de la época colonial. Junto al museo estaba la Casa de Jorge Amado, que exhibía fotos del escritor con otros autores: García Marquez, Paul Eluard, Sartre, Camus, Simone de Beauvoir y personajes como Caetano Veloso o Marcelo Mastroiani. También tenía una exposición con los libros de Amado, con un resumen de su historia y temática.



Por la tarde fuimos a la Fundación Capoeira del Mestre Bimba. A las seis había una rueda de capoeira y asistimos gratuitamente, como únicos espectadores. Era una clase que daban dos profesores, un chico y una chica, a varios alumnos. Los alumnos acoplaban ágilmente sus movimientos, encajando los golpes y haciendo juego de piernas al ritmo de la repetitiva música. En otra rueda vimos alumnos pequeños de seis a diez años bailar con los mayores. Fue divertido y no parecía sencillo.

Era la escuela de Angola, más agresiva y rápida. Mezclando lucha y baile se retaban y esquivaban con movimientos ágiles y rápidos. Salían de dos en dos al centro de la rueda y se saludaban con una palmada en la mano al empezar y al acabar. Durante el baile no se tocaban. Todos eran muy flexibles y algunos eran auténticos acróbatas, dando saltos y volteretas. Alguno giró sobre si mismo con la cabeza apoyada en el suelo. Los instrumentos del berimbau, tambores y metales marcaban el ritmo. Los tocaban los mismos bailarines turnándose, y también cantaban. El ritmo fue haciéndose más rápido cada vez y los bailarines movían las piernas como si fueran aspas de molino. Hacia el final los chicos se sacaron la camiseta y sus cuerpos, negros, mulatos y blancos, brillaban con el sudor. Se retaban y reían, se notaba que se divertían. Fue la mejor rueda de capoeira que presenciamos. 

Cenamos en la Cantina do Lua (Cantina de la Luna) en el Terreiro de Jesús. Disfrutamos de su variado buffet de comida a kilo, llamada así porque cobraban a peso el plato. Por la noche presenciamos una ceremonia de Candomblé, el ritual africano, en la Casa del Pae Santo. Nos despedimos de la ciudad contemplando la fuente musical de la Plaza de Sé y paseando una vez más por sus bonitas calles. 




lunes, 28 de octubre de 2002

MORRO DE SAO PAULO


Desde Salvador de Bahía fuimos a Morro de Sao Paulo. El elevador Lacerda nos bajó de la Cidade Alta, donde nos alojamos, a la Cidade Baixa, donde estaba el Puerto. Allí cogimos un barco hasta la Isla de Itaparica, luego una furgoneta y finalmente otro barco. Morro de Sao Paulo tenía cuatro playas. Las recorrimos todas antes de decidir donde alojarnos. Escogimos la tercera playa y el hotel Amondeira, frente al mar y con piscina. 

Todas las playas tenían muchas palmeras y arena blanca. La cuarta playa era la más extensa. Por la tarde la ma1rea bajaba mucho, y al retirarse el mar quedaban muchas rocas a la vista. Nos bañamos en las aguas del Océano Atlántico y bebimos cocos y zumo de piña. Vimos pasar alguna embarcación de vela.


Al día siguiente subimos la colina donde estaba el faro y contemplamos las vistas. La isla estaba repleta de palmeras, y originariamente había muchas más, según vimos más tarde en unas postales antiguas en blanco y negro. 

Las calles del pueblo de Morro eran arenosas, no había asfalto ni coches. Solo vimos burros y carretillas llevadas por brasileños de brazos musculosos, y un par de tractores, que era el medio de transporte que utilizaban en el interior de la isla. Junto al Puerto había un paseo amurallado por la costa hasta la Fortaleza de Tapirandú o Fuerte del Morro, del que quedaban los restos de algunos muros y un cañón. Bebimos cocos y probamos un pastel de banana con canela, delicioso. 


En el viaje por Brasil fuimos a numerosas playas: las playas de la Isla Marajó, las playas de Pipa y Genipabu en Natal, o la playa fluvial de Alter do Chao cerca de Santarem en pleno Amazonas. Pero las playas de Morro de Sao Paulo fueron nuestras preferidas, con preciosos paisajes. Y además, cuando fuimos en octubre de 2002 había poco turismo. ¿Qué más se podía pedir?.




miércoles, 23 de octubre de 2002

LAS DUNAS Y LAGUNAS DE NATAL



Desde Natal fuimos a las dunas de Genipabu, a 25km. Andando por la playa nos dirigimos a las grandes dunas. La mayor duna tenia 50m de altura, y caía en la playa donde rompían las olas. Las aguas del Océano Atlántico lamían la base de la duna. La subida cansaba un poco, y cualquier figura humana se veía diminuta arriba. Paseamos por las ondulantes dunas. 

Al final de la playa, en un lugar privilegiado, un italiano había construido un bar de madera y tejadillo de cañizo, entre palmeras con el tronco inclinado hacia el agua. Era un palafito sobre el mar, ideal para contemplar como el agua se acercaba a la gran duna. Eso hicimos, tomando zumos de piña hasta que oscureció.



Nos alojamos en la bonita Pousada “Casa Genipabu”, frente al mar, con hamacas y con una piscina enmarcada entre palmeras. La cena fue espectacular, sirvieron una fuente con grandes trozos de pescado con molho y pirao (puré de camarones). 

A las seis de la mañana del día siguiente ya estábamos brincando por la duna gigante. Subimos, bajamos y caminamos por la cresta paralela al mar. Era un paisaje único. Un desierto que caía al océano. En la parte alta de la duna, como en un espejismo, vimos un grupo de camellos. Luego nos dijeron que los habían traído de las islas Canarias. El sol ya brillaba con fuerza y nos dimos un bañito.


Luego hicimos un recorrido en buggy de más de cuatro horas con Gomes, que nos ofreció el paseo “con emoçao”. Nos llevó a la playa de Santa Rita, por detrás de las dunas de Genipabu. Fuimos por la orilla de la playa, paralelos al mar. Luego nos metimos por el interior y cruzamos un río con el buggy en un pequeño ferry, una plataforma que desplazaba el barquero impulsándola con una pértiga. Llegamos a la Laguna Pitangui, de agua dulce. Tenía parasoles de caña con mesas y sillas colocados dentro del agua. Nos dimos otro baño mientras pequeños peces se movían alrededor.


En la Laguna de Jacuma, también de agua dulce, hicimos "aero-bunda". Bunda podia traducirse como trasero. Consistía en lanzarse por una tirolina suspendida sobre la laguna hasta llegar al centro, momento en que se soltaba el arnés y se caía al agua de culo. Muy refrescante. 

Otra parada fue una cascadinha, un pequeño salto de agua donde nos bañamos. Trajeron una mesa y  sillas de plástico y las colocaron dentro del agua. Y allí disfrutamos de otro zumo de piña y cerveza. A los brasileños les encanta tomar algo con los pies en el agua.