lunes, 27 de septiembre de 2010

EL MAJESTUOSO PALACIO DEL POTALA

Viajar también es tener un libro en las manos y trasladarte a los lugares que describe. Es mirar una fotografía detenidamente, observando todos los detalles, el paisaje, la gente, la indumentaria, la luz, sintiéndose parte de esa fotografía.
Por eso escribí que este viaje empezó hace muchos, muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista.

Allí estaba el imponente edificio blanco y rojo oscuro, de techos dorados, sobre una de las colinas, amurallado. Madrugamos y empezamos ascendiendo las escaleras con otros peregrinos. El Palacio Blanco era la Residencia del Dalai Lama. El Palacio Rojo era el edificio con funciones religiosas, con capillas y chorten, las tumbas de los Dalais Lamas precedentes, que despertaban auténtico fervor  y veneración.



El majestuoso Palacio del Potala fue la Sede del Gobierno Tibetano y la residencia del Dalai Lama hasta que tuvo que exiliarse en 1959 por la ocupación china. El Palacio Monasterio rue construido en el s. XII y restaurado en el XVII. La construcción actual data de 1645 y tardó más de cincuenta años en completarse. Consta de 13 edificaciones con paredes de 130m. de altura y más de mil habitaciones. Era un merecido Patrimonio de la Humanidad. Tenía cientos de ventanas con cortinillas y ribeteadas con pintura negra, los ojos del monasterio.




Todo el complejo tenía numerosas construcciones, santuarios, aposentos, bibliotecas y terrazas. Seguimos ascendiendo  las numerosas escaleras que nos adentraban en el recinto sagrado. De cerca los muros tenían una gruesa capa de cal de un blanco cegador, debían restaurarlo cada año. Entramos por grandes portalones como pomos de bronce de los que colgaban adornos coloridos de lana trenzada. Era un laberinto de pasillos, recintos y capillas, con columnas rojizas y techos con vigas pintadas de azul cobalto.




En cada estancia había un monje guardián removiendo la manteca y custodiando los tesoros. Otros monjes barrían y cuidaban el recinto. Las fotografía en el interior estaba prohibida y lo respetamos. Había miles de estatuas de Budas y otras divinidades, como Milarepa. El Buda de la Compasión tenía mil ojos y mil brazos para abarcar todo lo que contemplaba. 

La gente arrojaba billetes pequeños de un yuan en ofrendas a las estatuillas. Montones de billetes se acumulaban y caían por los suelos, siendo pisoteados y rotos. Los peregrinos cantaban su salmodia en murmullos, y una cantinela acompañaba nuestros pasos. En los patios había galerías con vigas en el techo y columnas de madera policromada. 






 

En casi todos las salas y capillas había grandes calderos con mantequilla de yak que alimentaba las mechas encendidas perennemente. Los peregrinos llevaban botellas de plástico rellenas con mantequilla que vaciaban en los diferentes calderos;  otros llevaban recipientes con mantequilla sólida y la colocaban con una cuchara, y los más modernos llevaban termos de mantequilla líquida.






Hicimos la kora alrededor del Palacio del Potala. Seguimos las ruedas de oración de latón dorado, observando a los cientos de peregrinos y viendo como cambiaba la perspectiva de la imponente fortaleza. Al anochecer, contemplado desde la gran plaza, parecía un sueño. Un lugar mítico, imposible de olvidar.

 
 

© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego


sábado, 25 de septiembre de 2010

EL FERROCARRIL BEIJING – TIBET

 

Este viaje empezó hace muchos años, cuando vi por primera vez la fotografía del Palacio del Potala en Lhasa. Desde el primer momento supe que deseaba estar allí. Que deseaba subir aquellas escaleras y penetrar en el recinto sagrado, y respirar siglos de tradición budista. Y llegó el momento.

Compramos el billete por internet a través de una agencia china que nos tramitó los permisos de entrada al Tibet. A finales de septiembre, la misma tarde que llegamos cogimos el tren Beijing-Lhasa (lo llaman Qinghai-Tibet), de quince vagones. Nos tocó el vagón 12 y cada vez que íbamos al vagón restaurante teníamos que recorrer cuatro vagones. 

El ambiente en el tren era digno de verse, casi ningún extranjero, muchos chinos, y en la parada de Xining subieron un montón de monjes tibetanos con la túnica granate y mujeres con trenzas y la vestimenta típica tibetana. Una de ellas, una anciana con sombrero y trencitas, se quedó en nuestro compartimento. Era la madre de un monje que viajaba en tercera clase, y de vez en cuando venía a verla y preguntarle si necesitaba algo. Se notaba que la trataba con cariño y respeto.



Nuestro compartimento era de seis literas y nos tocaron las de en medio, que son más prácticas si quieres hacer una siestecita de día. El trayecto fue de más de 4000km. que tardamos 45 horas en recorrer. Los chinos se pasaron el viaje tomando té, y comiendo pipas y noodles, los fideos chinos precocinados a los que añadían agua hirviendo. Javier y yo leímos, escribimos y jugamos a cartas, que por cierto provocaron la curiosidad de los chinos durante todo el viaje. Y sobre todo miramos, hacia fuera y hacia dentro.
La línea sólo tenía cinco años, según nos dijeron, antes no llegaba hasta Lhasa. Podría decirse que es un Transtibetano. El paisaje era precioso, un anticipo de lo que íbamos a ver. Atravesamos la meseta tibetana, colinas áridas, altas montañas con los picos nevados, y a sus pies se extendían praderas verdes con lagunas y rebaños de yaks de pelo negro. Vimos grupos de casas aisladas y algunas tiendas nómadas lejanas con banderolas de oración de colores. La temperatura exterior osciló entre 3º y 10º. El tren tenía tomas de oxigeno que se disparaban de vez en cuando por la altitud. El puerto más alto que pasamos fue a 5072m, 200m. más alto que el ferrocarril peruano de los Andes. Estábamos en el techo del mundo.

  


© Copyright 2010 Nuria Millet Gallego

viernes, 23 de abril de 2010

DETALLES JAPONESES

 





En uno de los viajes en tren por Japón vi a una chica con zapatos rosas, con los tacones en  forma de corazón. No hace falta decir que no paré hasta conseguir fotografiar un calzado tan peculiar y de  comodidad dudosa.

Otra chica combinaba medias negras hasta la rodilla con un gran lazo rosa, en puro estilo lolita, aderezado por otros complementos.

Las camareras de algunos bares ofrecían propaganda callejera vestidas de conejitas o sirvientas, con medias, lazos y delantales. Los bares o cafés de sirvientas (meido café) proliferaban en Tokio. Incluían actuaciones musicales en directo y atención por una sirvienta que llama ojo-sama o goshujin-sama (ama/amo) También había “bares de chicos” con fotografías en el exterior. Era la ley del mercado, de la oferta y la demanda. Un loco afán por disputarse todo tipo de clientela, de la que no quise formar parte.




Las tazas del W.C tenían un mando lateral que podeis ver en la foto (casi parecía el mando del asiento de un avión) y que ofrecía posibilidades dignas de sibaritas. Por ejemplo un bidé incorporado con chorros a presión directos a la intimidad del usuario. Y un dispositivo que mantenía el asiento caliente y que podía graduar la intensidad. Muy práctico para los inviernos fríos.



El llamado tren bala Shinkansen, el tren de alta velocidad tenía el morro en forma de pato o delfín, según el modelo. Podía alcanzar velocidades de 300km/h, más rápido que nuestro AVE. En el tren los revisores y las camareras saludaban con una reverencia cada vez que entraban y salían del vagón. No se saltaban ni una reverencia, aunque hubiera pocos pasajeros y nadie les mirara. En la televisión, los presentadores de los noticiarios y otros programas también saludaban con una reverencia, una muestra de respeto y herencia de la cultura tradicional.

Japón era mucho más que estos pocos detalles, pero me apetecía reunirlos aquí, como una curiosidad del país que me atrapó, metafórica y literalmente.


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jueves, 22 de abril de 2010

LA SONRISA DE LAS GEISHAS


Por delante.. .Y por detrás...Encontramos estas jóvenes geishas en el barrio de Gion en Kyoto. Tal vez eran aprendizas, las llamadas maiko. Las seguí unos metros hasta preguntarles en japonés si podía hacerles alguna foto. El “onegai shimas” (por favor) de la occidental curiosa  fueron las palabras mágicas. Se pararon amablemente y posaron con paciencia, creo que aprovecharon para escrutarme y saciar su curiosidad conmigo, mientras yo miraba maravillada por el objetivo.

Su maquillaje blanco impoluto destacaba sus rostros perfectos, sus pómulos y labios carnosos. Eran preciosas, con una belleza de otro tiempo. Llevaban moños con el pelo empolvado, adornado con flores y colgantes. Los kimonos tenían un cinturón ancho abultado en la espalda, que llamaban obi, y calzaban sandalias de madera con calcetines blancos. El maquillaje formaba un dibujo en la nuca, mostrando el verdadero color de la piel. Era uno de los múltiples detalles de su cuidado atuendo.
 

 
Por la noche volvimos a verlas. Estaban en un restaurante acompañando a sus clientes trajeados. La escena podía verse perfectamente porque era un segundo piso, la habitación estaba iluminada y los paneles de madera descorridos. Primero los vimos cenando sentados. Luego una geisha tocó el shamishen, una especie de laúd tradicional del s.XVI. Otra geisha bailó con un abanico, con movimientos lentos. De su figura destacaba el gran moño negro, y el kimono de anchas mangas.
Había leído que cada vez era menos frecuente ver geishas, que era un oficio en extinción; apenas quedaban unas cien en la ciudad de Kyoto, y unas mil quinientas en todo Japón. La crisis económica del país en los años 90, los altos precios de los kimonos (que pueden llegar a costar hasta 10.000 euros) y los cambios en la sociedad japonesa eran las principales causas. Las jóvenes dan la espalda al oficio de geishas y prefieren otras opciones de la vida moderna. Pero las sonrientes y misteriosas geishas que encontré no pensaban así.
 

 
 

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miércoles, 21 de abril de 2010

EL DIOS JAPONÉS DE LOS VIAJEROS Y LOS NIÑOS



 

Japón deja huella, a donde quiera que vayas. En Nikko dimos un paseo a través del bosque hasta el abismo de Gamman-Ga-Fuchi, junto a un río de cauce rocoso. Encontramos una avenida con unas cien estatuas Jizō, el protector de los viajeros y los niños. Estaban sentadas y tenían una gorra de lana roja y al cuello una especie de babero, para que estuvieran abrigadas. Una hilera de estatuas alineadas cubiertas por el musgo verde, vigilando nuestros pasos viajeros.


 

En aquel momento ignorábamos que el volcán islandés Eyjafjallajökull entraba en erupción y provocaba una nube de cenizas que cerraría el espacio aéreo de Europa. Fuimos dos de los miles de afectados; se canceló nuestro vuelo y quedamos atrapados en Tokio. Pero tal vez los Jizō retornaron las cosas a la normalidad.

En la entrada de los templos sintoístas los fieles anudan papeles blancos en los que escriben oraciones o deseos. Yo también anudé mi papel. Mientras lo hacía pensé que la relación entre viajeros y niños era la curiosidad y la capacidad de asombro, y que ambos necesitaban protección. Para viajar hay que seguir siendo un poco niño. Espero no perder nunca esa capacidad de sorprenderme ante el mundo, como la que me provocó Japón. Ese fue uno de mis deseos.

 

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martes, 20 de abril de 2010

LOS MONOS DE JIGOKUDANI (地獄谷野猿公苑)




 
Japón es un país volcánico, por lo que tiene numerosos baños termales. Son baños tradicionales que reciben el nombre de onsen. Me resultó curioso comprobar que hasta los monos tenían su propio onsen natural. Desde Nagano cogimos un tren hasta Yudanaka, un trayecto de una hora. Y en Yudanaka un autobús nos llevó en diez minutos al área del Parque de Jigokudani. Caminamos envueltos en niebla a través de un sendero en el bosque, durante dos kilómetros. Las brumas le daban un aire fantasmagórico. Al rato salió algún mono a recibirnos.
La poza termal era una piscina de agua caliente rodeada de piedras, junto a un río. Del agua emanaba un vapor blanquecino que se confundía con la niebla. Cuando llegamos había cinco monos en la poza, ocupados en comer unas pequeñas semillas que recogían del fondo con sus negras manos. Tenían el pelo rubio blanquinoso, la cara muy roja y los ojos brillantes. Nos miraban fijamente pero luego giraban la cara y seguían ocupados en sus quehaceres. Si te interponías en su camino, se volvían agresivos, gruñían y enseñaban los dientes, por lo que les cedíamos el paso amablemente.


 
De cerca se veía que la nariz estaba aplanada, casi no tenían cartílago. Se veían muchos por los alrededores, bajaban de la montaña y se movían constantemente. Los vimos grandes y pequeños, madres amamantando y transportando a sus crías, parejas acurrucadas, machos grandes y solitarios. Su mirada era casi humana.
 Leímos que era una colonia de doscientos macacos, de una especie de los más inteligentes. Eran conocidos como los “monos de nieve” porque durante cuatro meses vivían rodeados de nieve. El río bajaba con fuerza, con chorros de espuma blanca, y sus aguas estaban heladas. Los monos preferían las aguas calientes de la poza, que les ayudaban a soportar la dureza del invierno japonés. Pensé que no había mejor muestra de inteligencia y de adaptación al medio que esa.
 
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lunes, 19 de abril de 2010

LA BAHÍA DE TOKYO






La película “Mapa de los sonidos de Tokyo” de Isabel Coixet empieza con un recorrido nocturno por un río, atravesando varios puentes de la ciudad.  Hicimos ese recorrido, pero diurno, en un luminoso día de cielo azul. Tras visitar el templo Senso-ji, el más antiguo de la ciudad, en el barrio de Ueno, seguimos paseando hasta las orillas del río Sumida. Allí fue donde cogimos el barco que hizo un trayecto de una hora aproximadamente. Contamos unos trece puentes.


 
El río desembocaba en la Bahía, ante el Pacífico. Cogimos un monorrail elevado, sin conductor, con el que atravesamos la Bahía hasta llegar a la isla Odaiba. Sentarse en el asiento delantero ante la gran cristalera del vagón fue todo un espectáculo. En la isla encontramos una réplica de la Estatua de la Libertad, y una réplica de la Torre Eiffel, nueve metros más alta que la original. El afán de imitación de los nipones no tiene límite. Las vistas eran fantásticas: los puentes, los rascacielos y el Océano Pacífico dándonos la bienvenida a Japón.
 
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