jueves, 4 de mayo de 2017

EL ENCANTO DE JEONJU

 



Una de las poblaciones coreanas con encanto era Jeonju, con más de 800 hanok, las casas coreanas tradicionales de madera con tejadillos triangulares. Tenían un sistema de calefacción bajo el suelo para mantenerse cálidas en los crudos inviernos. Nos alojamos en una de esas casas tradicionales. El pueblo era muy coqueto con casas bajas, puertas de madera adornadas con hierro, y rodeadas por árboles, macizos de flores y tinajas en patios interiores ajardinados. 

El barrio histórico estaba junto al río. Callejeamos entre casas de té, de dulces, artesanía, floristerías, heladerías, galerías y talleres artesanales. Fue el lugar de nacimiento de la dinastía Joseon, y allí se celebraba el Festival Internacional de Cine. Visitamos varios museos: el Museo del Papel, el Museo del Vino, de la Caligrafía y otro de cámaras fotográficas.

 




En un ambiente festivo las mujeres vestían el hanbok, el traje tradicional con miriñaques y faldas abultadas de gasa o seda, de colores y floreadas. Los hombres iban conjuntados con sus parejas, con túnicas largas y altos sombreros negros. Las tiendas alquilaban esos trajes para los turistas coreanos. El atardecer tiñó las casas de color miel. Las calles eran un festival de color y parecía que habíamos retrocedido a los tiempos históricos de la dinastía Joseon.








Visitamos las Academias Confucianas Hyangyo, las escuelas de barrio fundadas por aristócratas en el s. XVI para preparar a sus hijos para el seowon, el examen gubernamental más importante. Eran pabellones entre patios rodeados de jardines boscosos. En uno de ellos se mostraban los pupitres con tablillas, presididos por una imagen de Confucio. Fueron consideradas Patrimonio de la Humanidad. Nos gustó pasear por aquellos recintos llenos de historia.





































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martes, 2 de mayo de 2017

LOS ACANTILADOS DE LA ISLA DE YEYU


Un Ferry nos llevó desde la población de Wando a la isla de Yeyu, en un trayecto de tres horas. Yeyu era una isla volcánica, formada a partir de un derramamiento de lava. Era conocida por sus mujeres buceadoras, sus acantilados de basalto, el volcán Seogsan Ilcheon-bong, las cuevas de lava Mangjang-gul, y el Parque Hallasan, los dos últimos Patrimonio de la Humanidad.

Los acantilados de lava basáltica tenían un nombre complicado, Jusangjeollidae. Eran formaciones espectaculares, enmarcadas por pinos y flores amarillas junto al mar. Las columnas rectangulares se formaron al enfriarse y contraerse la lava al contacto con el mar. Se extendían a lo largo de 2km de costa y tenían entre 140.000 y 250.000 años de antigüedad. Las columnas eran poligonales y tenían cinco o seis lados.

Recorrimos las pasarelas contemplando los acantilados desde diferentes ángulos. Eran un precioso ejército de columnas entre aguas verdes y azuladas.

 


Alrededor, y esparcidas por toda la isla, había algunas “piedras de abuelo”, estatuas de piedra negra fálicas con un carácter protector. Decían que eran primos lejanos de los moai de la isla de Pascua, en pequeño.




Las cuevas de lava Manjang-gul eran grandes túneles de 7,3km de longitud, aunque sólo podían recorrerse 1km. La entrada era una gran boca y la altura variaba entre 2m y 23m en la gran Allí vivían murciélagos, arañas y otras especies. Las rocas estaban húmedas y formaban estalactitas y estalagmitas. Los niveles de lava se marcaban en la pared con diferentes colores por los carbonatos de su composición, acanalando la roca. Al final de la cueva había un gran pilar de 7,6m de altura. Leímos que en la isla de Yeyu había 160 túneles de lava.



Otra curiosidad de la isla eran las mujeres buceadoras, que aprendieron a bucear a pulmón libre. Como el arroz no crecía en la isla y cuando los hombres desaparecían durante semanas en los barcos de pesca, las mujeres se dedicaron a pescar entre las rocas. La edad media era de 65 años, incluso algunas con 80 años, aunque cada vez quedaban menos. Una muestra de adaptación y del carácter del pueblo coreano.  



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miércoles, 8 de febrero de 2017

EL NIÑO DE DJIBOUTI Y EL BIDÓN OXIDADO



Paseando por el tranquilo muelle de Tadjoura vimos un niño asomado a un bidón oxidado. Estaba encaramado en una tabla y parecía distraído contemplando el interior. Nos acercamos con curiosidad por saber el contenido del bidón y vimos dos crías pequeñas de cabras. Una negra y la otra blanca. El pueblo estaba repleto de cabras que campaban a sus anchas por las calles y en la playa. 




El niño miraba como las dos cabritillas saltaban e intentaban subir por las paredes del bidón. Y cuando llegaban a su altura las acariciaba. Estuvimos un rato viendo sus juegos. Cuando el observador se sintió observado nos ofreció la mejor de sus sonrisas. El sol del atardecer bañó Tadjoura de una bonita luz dorada, pero la mirada brillante y la sonrisa del niño del bidón sería uno de nuestros mejores recuerdos de aquel pueblo costero de Djibouti.




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jueves, 2 de febrero de 2017

LA ISLA MOUCHA



Junto a la costa de Djibouti, estaba la pequeña Isla Moucha, a media hora en barca desde la capital. Era una agradable excursión de fin de semana para los escasos turistas y las familias francesas que residían allí. La infraestructura en la isla en la época que fuimos era cero. Ningún hotel ni ningún restaurante o bar. Tenías que llevar tus propias bebidas y víveres para pasar el día. 

Fuimos al Muelle de Pescadores que estaba muy ambientado. Algunos vendían pescado fresco, como dos grandes rayas. Otros compraban khat a horas tempranas, tal vez por ser viernes, día festivo. Contratamos una barca sencilla, sin toldillo, blanca por fuera y azul por dentro. El mar estaba azul y muy calmado, la superficie totalmente lisa. Hacía calor y agradecimos la brisa al navegar. Fue un trayecto corto, de media hora.



La Isla Moucha era una franja de arena dorada con algunos arbustos. El mar tenía tonos azul verdosos y era translúcido. Una buena zona para hacer buceo con tubo, aunque se conservaban pocos corales. No era de las playas más bonitas que habíamos visto pero tenía encanto. Había varias barcas ancladas que había llevado a familias francesas residentes a pasar el día o el fin de semana. Traían sus neveras y víveres, y hacían barbacoas de pescado. Los que se quedaban a dormir tenían tiendas y carpas con colchonetas, no había infraestructura. 



Nos instalamos en el pareo a la sombra de una roca que formaba una pequeña gruta. En seguida nos dimos un buen baño. El agua estaba deliciosa y tenía tonalidades verde esmeralda. Se veían los corales más oscuros. Curioseamos un poco por la isla, que tenía rincones bastante fotogénicos, y permanecimos en remojo como garbanzos casi todo el tiempo. En un cobertizo con mesa de picnic tomamos nuestros víveres, y tras el último baño regresamos al bote y a Djibouti. Aquellas eran las escapadas de fin de semana de los militares y familias francesas que residían en Yibuti. Nos imaginábamos su vida allí, no sería fácil, sobre todo en los meses de verano cuando la temperatura alcanzaba los 45º a la sombra (hasta 60º en ocasiones). Eso había hecho al país merecedor del sobrenombre de “el infierno”. Pero habíamos ido en una buena época, el invierno africano, con máximas de 30º y mínimas de 22º. Para nosotros Djibouti no fue ningún infierno; al contrario, disfrutamos de su gente y sus paisajes, el país tenía mucho que ofrecer.




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domingo, 22 de enero de 2017

LAS CHIMENEAS DEL LAGO ABBÉ



 

El paisaje era desértico, con algunos matojos esparcidos rodando al viento, pedreras y acacias aisladas. Encontramos algún camello y rebaños de corderos o cabras de los nómadas. La carretera cruzaba dos extensas llanuras que en su día fueron una lago, las llamaban la Grand Barre y Le Petit Barre. Tenían 27km. de largo y 12km. de ancho.  El Toyota cruzó sobre la Grand Barre de arcilla blanca seca y agrietada bajo el sol del desierto. Paramos y comprobamos que la superficie era dura, estable para conducir. Las grietas formaban dibujos geométricos, un puzzle que no debería haberse formado. 






La primera imagen fue una franja de formaciones rocosas picudas, siluetas extrañas recortadas contra el cielo. Nos aproximamos y nos rodearon las chimeneas del Lago Abbé. Caminamos entre ellas, admirando las extrañas formas de las rocas. Decían que era como una porción de paisaje lunar. En la puesta de sol una luz anaranjada, casi irreal, envolvió las chimeneas picudas. Dormimos en un curioso y sencillo campamento con chozas de esteras de cáñamo, tomamos té de canela y contemplamos el firmamento estrellado.




Al día siguiente nos levantamos temprano para contemplar la salida del sol entre las chimeneas. El paisaje era volcánico, con piedra oscura y porosa de lava. En las grietas de las rocas surgían riachuelos subterráneos de agua hirviente con burbujas. Alguna chimenea se elevaba más de 50m. de altura. La luz dorada bañó las aristas de las rocas picudas. Vimos varias fumarolas con el agua hirviente burbujeante. Para que se formara más humareda Alí echaba humo de un cigarrillo; debía producirse una reacción porque al instante se formaban nubes sulfurosas. Gran parte del Lago Abbé estaba seco y la superficie del suelo estaba cubierta de una costra de sal blanca, caminábamos por el lecho del lago. Nos llevamos un recuerdo imborrable de las picudas chimeneas del Lago Abbé.




sábado, 21 de enero de 2017

TADJOURA, EL PUEBLO DE PESCADORES



Tardamos tres horas en llegar de Djibouti capital a Tadjoura en motocarro. La vuelta la hicimos en barco tipo ferry en un trayecto de menos de dos horas por el Océano Índico. La primera impresión no fue buena. Sabíamos que era un tranquilo pueblo de pescadores en la costa índica. No era un pueblo bonito convencional, pero su carácter costero y su gente le añadían atractivo.



Su playa en forma de media luna repleta de barcas varadas era bonita. Las casas eran muy sencillas, construcciones de planta baja y ladrillo de barro. Las mejores eran las del paseo marítimo de la playa, pintadas de blanco y amarillo claro, entre algunas palmeras. Por detrás se iban degradando. Sólo había una casa pintada de color rojo intenso,, que era el Almacén General de Tadjoura, escrito en francés. En el puerto al mediodía, los hombres estaban tumbados a la sombra en el suelo, entre las cabras. Había más cabras que niños en el pueblo. Estaban en todas partes, buscando comida en las basuras o subidas a las ramas de árboles bajos o pegadas a la sombra de las paredes para protegerse del sol. Y había más moscas que cabras y niños. Así que Tadjoura estaba lleno de moscas, cabras y niños, por este orden.


Curioseamos en el mercado, las mezquitas y los colmados con estanterías en las paredes llena de latas de conservas, guisantes, atún, pasta, jabones, leche en polvo, pasta de dientes, candados, pilas, galletas...Mientras las moscas, cabras y niños nos rodeaban, y cuando la luz dorada del atardecer tiñó las barcas del puerto y las casas del paseo marítimo entre palmeras aisladas, nos pareció el pueblo más bonito de África.



Vimos la salida del colegio de los niños, que transportaban grandes mochilas con los libros escolares franceses. El sistema educativo era el mismo que en Francia, al haber sido colonia francesa, con lo que estudiaban animales y lugares que no formaban parte de su entorno y tal vez nunca verían. Hojeamos un libro con fotografías de los dientes y anatomía. Los niños nos sonreían tímidamente, pero no nos seguían en el trayecto. Los amigos iban abrazados por los hombros y se dejaban fotografiar. Las niñas no; ya se protegían o tenían instrucciones de sus padres. La religión musulmana, mayoritaria en Djibouti, imponía sus reglas en edades tempranas. Pero con sus vestidos estampados y pañuelos de colores las niñas y mujeres parecían princesas árabes de otro tiempo.



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LAS SALINAS DEL LAGO ASSAL



La llegada al Lago Assal en Djibouti fue impactante. Pasamos la Bahía de Goubet (Bahía del Demonio), que se extendía serena y azul. El entorno era árido y pedregoso,  y de repente apareció el lago bajo la carretera. El lago Assal estaba en un cráter rodeado de volcanes dormidos, en una depresión a 155 metros bajo el nivel del mar. Era el punto más bajo de África y el tercero del mundo después del Mar Rojo y el Lago Tiberíades en Oriente Medio. Tenía una superficie de 52 km2.



Lo que más destacaba del lago eran sus aguas verde esmeralda y azul turquesa, rodeadas de salinas de un blanco deslumbrante. Porque era un lago salado, sin peces, ya que la vida no era posible en él. El agua contenía diez veces más sal que la del Mar Muerto. La sal y la piedra caliza formaban playas de media luna. El paisaje provocaba una sensación de grandeza y desolación.



Nos acercamos a la orilla y probamos el agua. La temperatura exterior era de 30º y el agua era cálida. El suelo era una superficie de pequeñas aristas, cristales de sal cortante que crujía con nuestras pisadas. Íbamos con sandalias porque descalzos no hubiera sido posible. Nos mojamos hasta media pierna, al salir y secarnos se formó una costra de sal blanca en la piel. La sal era tan blanca que a veces parecía nieve.



Un hombre solitario picaba el suelo y colocaba la sal en sacos que luego transportarían los dromedarios de una sola joroba, en ruta hacia Etiopía. Habíamos visto algunos en el trayecto. Las salinas habían sido excavadas durante siglos por los nómadas Afar que comerciaban con ella en largas caravanas. Al despedirnos del lago imaginamos como sería formar parte de una caravana en la Ruta de la Sal.